Publicado por primera vez en junio de 2024
Publicado por primera vez en junio de 2024
Este documento es la presentación en sociedad de ARGAMASA, un colectivo en formación, constituido por compañeros y compañeras de distintas procedencias políticas con historias en común de militancia, que ante los peligros representados por el gobierno de Milei, tanto para las conquistas históricas de la clase trabajadora argentina, como para las políticas de memoria, justicia y derechos humanos que honran y enmarcan la democracia argentina, y hasta la propia integridad de la Nación, y frente a la pasividad que gran parte de la dirigencia política del campo nacional y popular demuestra de cara al avance del saqueo, lo mismo que el desamparo y la desesperanza que atraviesa gran parte de la militancia popular, nos convocamos para desarrollar un instrumento político para la vida digna de nuestro pueblo y el desarrollo nacional.
En lo que sigue, compartimos lo más relevante de las reflexiones sobre coyuntura político-económica que hemos construido colectivamente en los últimos meses, para finalmente apuntar el carácter que buscamos darle a la organización política que comenzamos a desarrollar abonando el pensamiento crítico y la participación real de la militancia en la construcción organizativa.
La Argentina enfrenta un momento crítico en que un gobierno llegado al poder por el voto popular plantea un programa de devastación de su economía, una ofensiva brutal contra las conquistas de la clase trabajadora y los derechos sociales y civiles y un alineamiento absoluto con los poderes imperiales hasta, incluso, poner en riesgo la misma existencia del país en tanto Estado nación, con mínimos márgenes de autonomía.
En apenas algunos meses, con dos instrumentos de dudosa constitucionalidad (el Decreto de Necesidad y Urgencia 70/23 y el proyecto de ley “Bases” u “Ómnibus”), que fueron redactados —en especial, en el caso del DNU—, en gran medida, por estudios de abogados de grandes empresas, el gobierno de Javier Milei se propone destruir de un plumazo la arquitectura de regulaciones legales de la economía hasta en sus cuestiones más básicas.
Mientras vacía la malla de contención alimentaria sostenida por más de 40.000 comedores en todo el país, estos instrumentos se encaminan a reincidir en la privatización de las empresas públicas, se ensañan con el sistema público de medios, la educación, la salud, las industrias culturales y las normativas laborales, y hasta apuntan a la destrucción de conquistas sociales básicas — como la legislación en materia de cobertura de discapacidad—. Intentan imponer, en nombre de la “libertad”, la ley de la selva del mercado en un grado ni siquiera soñado por sus antecesores directos, Martínez de Hoz, Cavallo y Macri.
Simultáneamente a estos intentos de transformaciones regresivas para el largo plazo, las medidas económicas tomadas en lo inmediato por el gobierno deterioraron en forma profunda y vertiginosa los ingresos y el nivel de vida de la población. Este panorama desastroso se ve agravado por la impotencia (cuando no, la complicidad o la adhesión directa) de la dirigencia política supuestamente opositora y la sensación de desamparo y desesperanza de gran parte de la militancia popular. La sumisión, especulación, falta de valor y de patriotismo y, al mismo tiempo, de convicciones de la inmensa mayoría de esa dirigencia es una de las marcas de esta escena. Ver a gobernadores, tanto del radicalismo (en sus distintas líneas), como del PRO, en las primeras semanas de gobierno, atacar el proyecto de ley “Bases” solo por el aumento de retenciones a las exportaciones agropecuarias o la vuelta del impuesto a las ganancias, en el caso de las provincias petroleras, sin decir una palabra sobre el brutal ajuste a las jubilaciones o la posibilidad de privatizar Aerolíneas Argentinas e YPF, cerrar la Televisión Pública o volver al sistema de jubilación privada, muestra una escena que no tenemos que perder de vista.
Por último, desde el primer día la política del gobierno en materia represiva busca asegurar el control de las calles, el amedrentamiento de la población, la persecución a las organizaciones políticas y sociales y la instalación de un clima autoritario que, rápidamente, puede derivar en una situación protodictatorial. El negacionismo del genocidio de la dictadura cívico-militar, encarnado por la vicepresidenta Villarruel, es uno de los componentes esenciales de dicho esquema, junto con la expertice represiva de Bullrich que, en la escalada, suma una criminalización al extremo de la protesta social, en la que graves acusaciones sacan provecho de las peores prácticas del aparato judicial.
Se trata de un proyecto que no es una simple profundización del menemismo ni un macrismo acelerado, sino que —compartiendo las bases de anteriores etapas neoliberales— busca una reconfiguración de fondo del capitalismo argentino, tratando de dejar atrás todo atisbo de proyecto industrialista o de desarrollo productivo autónomo o soberano. Esa dinámica va llevando a la conversión de la Argentina en el laboratorio de un nuevo capitalismo corporativo en que las regulaciones no las hacen los Estados, sino directamente las megacorporaciones que concentran la riqueza a niveles nunca antes alcanzados, y para las cuales los límites de la democracia representativa o “liberal” ya solo suponen obstáculos a remover en aras de la “libertad” de mercado y la explotación de los recursos naturales y energéticos.
Este experimento —autodenominado “anarcocapitalista”—, que convierte a gran parte de la población en excedentaria y descartable, está captando la atención de los factores de poder mundiales (con alta expectativa) y de los sectores más atentos de la militancia popular internacional (con gran alarma).
La descripción de las catástrofes que representa el gobierno de La Libertad Avanza (LLA) para nuestro país puede ser muy larga —a pesar del poco tiempo que lleva de gestión—, pero estas breves líneas nos permiten caracterizar a esta coyuntura como de importancia estratégica. Nos encontramos en la complicada situación de tener que resistir y evitar el avance en lo inmediato de estas políticas destructivas y, al mismo tiempo, reconstruir un proyecto popular que permita no solo evitar sus peores consecuencias, sino ofrecer, nuevamente, la esperanza de un futuro con justicia social para nuestro pueblo, que recupere las mejores tradiciones nacionales, populares y revolucionarias de nuestra historia y que permita formular un proyecto transformador acorde a los nuevos desafíos.
Al pensar el presente en clave de coyuntura estratégica, nos referimos, justamente, a esta doble condición de militar el presente para que no se imponga el proyecto del gobierno de Milei, pero también para formar parte de la construcción necesaria con la que derrotar definitivamente a los enemigos del pueblo y de nuestra misma existencia como nación.
Aunque cada vez queda más claro, creemos fundamental subrayar que este no es un ajuste neoliberal más, sino una avanzada para la reconfiguración del capitalismo argentino y del Estado en todo su armazón jurídico y político, con un grave peligro de disolución del Estado nación en manos de un capitalismo corporativo a gran escala. Estamos frente a un laboratorio de un modelo ultracapitalista que, además, se ubica como vanguardia dentro de uno de los polos de la confrontación geopolítica mundial (empezando con el rechazo a integrar el bloque de los BRICS como puntapié inicial de una política exterior “seguidista” de los Estados Unidos y de Israel, propiciando la apertura económica y la dolarización, en tiempos en que la mayoría de las grandes economías por fuera de los EE. UU. y la Unión Europea tienden a buscar la autonomía frente al dólar y a proteger sus industrias).
Todos los pasos dados por Milei (incluso en plena campaña) van en esta dirección. Ya no se puede ignorar que hay un enorme proyecto de transformación regresiva de la estructura socioeconómica y del Estado argentino que se pretende imponer en tiempo récord y a sabiendas de que ese tipo de metamorfosis requieren de mucho poder de fuego y contundencia. El gobierno cuenta, para ese objetivo, con el apoyo de lo más concentrado de la clase dominante y de grandes poderes económicos internacionales. Hay un claro sesgo hacia la apelación abstracta al capital transnacional, en especial, el papel de las megacorporaciones (para las que está diseñado el Régimen de Incentivo para las Grandes Inversiones, RIGI, incluido en la ley “Bases”)—, apelando a estos “grandes inversores” como vector de ordenamiento económico (por eso, solo los grupos locales altamente trasnacionalizados, como Techint, son los que pueden ganar en este esquema). Estos sectores, además, intentarán aprovechar todas las oportunidades de negocios y expoliaciones al Estado y al pueblo que Milei habilite, aunque fracase, lo que acelera tanto los tiempos políticos, como el deterioro social y económico de las mayorías. Tanto el DNU como la Ley Ómnibus (en sus diferentes versiones) dan cuenta de esa intención y de los pasos concretos para llevarla a cabo.
El corazón del proyecto político de Milei, que estos instrumentos buscan vehiculizar, es la desarticulación meticulosa de todas las herramientas de regulación económica en manos del Estado —por muy precarias y laxas que sean— e, incluso, de normas sociales y de derechos básicos que, en el paradigma de mercado absoluto, no quedan gobernados por los principios de acceso universal o de acceso garantizado para sectores vulnerables o específicos, sino a merced del juego de la oferta y la demanda. Junto con eso, aparece la entrega total de los recursos naturales más codiciados en esta etapa de la economía mundial, a través del RIGI u otras herramientas, y la conversión de la legislación laboral (que ya desde antes de Milei no rige para casi la mitad de la población trabajadora) en un mero régimen contractual guiado por las necesidades del capital. A diferencia del discurso liberal clásico, Milei reivindica y defiende abiertamente los monopolios y la concentración económica, lo que —más allá de sus argumentaciones, que rayan en el ridículo— indica la dirección inequívoca del proyecto.
Simultáneamente, las medidas efectivas llevadas adelante por el ministro de Economía, Luis Caputo (no por casualidad, el principal responsable del tremendo endeudamiento público y privado llevado a cabo durante el gobierno de Macri), empobrecieron en forma veloz a la clase trabajadora en su totalidad (tanto en lo que respecta a los trabajadores formales, como a los informales); encarecieron el costo de vida de la población al tiempo que mantienen “pisados” los ingresos de los asalariados, los jubilados y los pensionados; aumentaron las tarifas de los servicios públicos, haciendo difícil la vida de las familias de ingresos medios y bajos y multiplicando los costos de la actividad productiva; y provocaron una ola de despidos en el sector público y en el privado. El resultado, en pocos meses, es una recesión (hay quienes ya la califican como depresión) con inflación, que va levantando la temperatura de la olla a presión en que están convirtiendo al país.
En estos términos, las múltiples políticas impulsadas por el gobierno apuntan a una reestructuración política, social y económica de un alcance que cuesta dimensionar. Por lo menos, tres características de este proceso vuelven difícil equipararlo a instancias previas o encontrar registros históricos comparables:
El intento de una reestructuración social y económica, profunda y simultánea, orientada a la desregulación compulsiva y absoluta de la mayor parte de los aspectos de la vida institucional y de la mayor parte de la actividad económica, a través de instrumentos jurídicos que apuntan a una reforma constitucional de facto.
Una estrategia guiada más por la improvisación que por lo planificado, en la que el gobierno se evidencia partidario de una lógica de no gestión y de destrucción, lo que incluye el desentendimiento absoluto de áreas de gobierno y de la administración, hasta el punto de ni siquiera tener que intervenirlas, ya que se las considera, en los hechos, directamente como inexistentes.
La decisión de avanzar en esas políticas aprovechando al máximo la “ventana de oportunidad” abierta por el 56 % del voto obtenido en el ballottage, a pesar de su debilidad parlamentaria, de su improvisación institucional y del amateurismo que caracteriza a vastos aspectos de la gestión. La legitimación última no proviene de su propia fuerza, sino de la profunda frustración popular con los resultados de las experiencias políticas de los años anteriores y de los cambios significativos en la subjetividad de gran parte de nuestra sociedad, a los que no solo no se les dio respuesta, sino a los que ni siquiera se les prestó atención, ni desde los gobiernos, ni desde las organizaciones políticas y sociales del campo popular.
El plan del gobierno de Milei tiene, como ya dijimos, firmes bases en el proceso de implantación de una economía neoliberal, que empezó con la dictadura de Videla y Martínez de Hoz, tuvo su mayor consolidación bajo el gobierno de Menem y Cavallo y volvió a ser hegemónico con el macrismo, pero evidencia una radicalidad mayor y es cualitativamente diferente. En este sentido, las reformas planificadas por Federico Sturzenegger (quien no solo se adjudicó la autoría del DNU y la ley “Bases”, sino que tiene en carpeta 3.500 reformas legislativas más y resulta un personaje central en el diseño de esta “refundación”, diseñada inicialmente para la candidata Bullrich) y los grandes grupos económicos resultan comparables con el desmantelamiento del “socialismo real” en Europa del Este tras la caída del Muro de Berlín.
Salvando las enormes distancias (es obvio que, aunque Milei piense lo contrario, Argentina no es un país socialista) tanto en el tipo de Estado y en las estructuras económicas y sociales, como en el contexto de realización de las reformas neoliberales, las que siguieron a la caída de la Unión Soviética acometieron la misma tarea de demolición total y sistemática de una estructura estatal y de la consecuente transformación económica, política y cultural de las naciones que la que aquí se intenta. Ambos procesos se propusieron la eliminación de toda forma de intervención regulatoria del mercado —y hasta la supresión de la misma capacidad de acción del aparato estatal— y la transformación de la economía y la sociedad de acuerdo a los preceptos de un furioso libre mercado.
Las reformas postsoviéticas destruyeron (en mayor o menor grado, según el país) la mayor parte de la estructura jurídica y regulatoria de esas sociedades (en ese caso, economías planificadas centralmente), quebraron el armazón de protección y social y derechos ciudadanos, lograron extender la idea de que todo lo anterior había estado equivocado y que el libre mercado era la única solución a cualquier problemática y, especialmente, privatizaron el grueso de las empresas estatales a través de diversos mecanismos acelerados.
Mientras otros gobiernos neoliberales buscaron “reformas estructurales”, desregulación de mercados y privatizaciones, iniciaron ciclos masivos de endeudamiento, empobrecieron la salud y la educación pública y un largo etcétera, el gobierno de LLA, como el de Boris Yeltsin, busca borrar toda huella de la intervención del Estado en la economía nacional y hacer un cambio de régimen irreversible. En estos términos, la extinción de toda función reguladora comprende, además, la liquidación de cualquier dispositivo de redistribución que dependa de políticas públicas, idea esta, en particular, que ha sido expuesta varias veces y sin intermediarios, bien mediante la expresión de un juicio de valor en el que la justicia social es directamente equiparada a una aberración, o lisa y llanamente considerando al hambre como una simple “externalidad de consumo” que el mercado tarde o temprano resolverá.
Todos estos elementos muestran que el gobierno de Milei pretende imponer un cambio radical que configure un nuevo modelo de economía capitalista de máxima concentración que, si bien mantiene los aspectos esenciales de anteriores etapas neoliberales, adquiere características novedosas, que no pueden subestimarse.
La explicitación del presidente, en una entrevista a la CNN, de que su objetivo principal es fungir de “topo infiltrado” y destruir al Estado desde adentro confirma estas presunciones y habla de un nivel de daño nunca antes imaginado pero que, por ahora, parece ir de la mano con el humor de buena parte de la sociedad que, a partir de una guerra psicológica permanente, pasó de identificar a “los políticos” como su enemigo a considerar al Estado mismo como contrincante. El sostenimiento de estos consensos con una brutal caída del ingreso, el consumo y la calidad de vida de la población, sin perspectivas de recuperación, es una de las grandes incógnitas de este escenario.
Una particularidad nada desdeñable de esta etapa, y que debe considerarse en toda su dimensión, es que incluso un triunfo parcial de este proyecto conllevaría regresiones económicas, sociales, de construcción política y hasta de naturaleza jurídica y legislativa que puede costar décadas revertir. Es por eso que recalcamos que estamos frente a una coyuntura de carácter estratégico, pues en el éxito o la derrota de este proyecto se juega el destino de nuestro país, tanto en el futuro inmediato, como en el largo plazo, lo que implica que frenar a Milei sin construir una alternativa es importante, pero no suficiente, dado que nos llevaría a un nuevo ciclo de derrotas políticas e ideológicas.
Es parte de las tareas del momento encontrar una síntesis analítica que nos permita interpretar correctamente qué está pasando con nuestro pueblo, que en gran parte votó y (hasta ahora) apoya, o por lo menos tolera, este proyecto claramente antipopular. Sin una interpretación seria de este fenómeno, va a ser imposible revertirlo. Las causas son, con toda seguridad, multifacéticas, como ha dejado evidenciado distintas observaciones que, desde el asombro, el enojo, la condescendencia o la frustración, se han realizado en diferentes ámbitos y formatos. Sin embargo, para poder describir los distintos aspectos de este panorama, creemos que es fundamental considerar las transformaciones estructurales, políticas y culturales de la sociedad argentina, que va gestando la ya larga hegemonía neolibreal, y su relación con los cambios profundos que el mismo capitalismo se va dando a sí mismo a nivel global.
La cada vez mayor concentración del capital y la hegemonía del capital financiero se conjugan con transformaciones productivas y tecnológicas que modifican sustancialmente las relaciones laborales y sociales. El prolongado dominio neoliberal, con su ataque sistemático a las conquistas del movimiento obrero y su regulación mundial de la economía a través de instituciones internacionales (no solo el FMI o el Banco Mundial, sino las distintas instancias de promoción del “libre comercio”), han ido generando un doble proceso de consumismo desenfrenado y de destrucción del empleo formal.
En nuestro país, tal predominio se expresó en la paradoja de que el crecimiento de la economía durante los gobiernos kirchneristas exacerbó la subjetividad individualista del consumidor (y sus posicionamientos políticos consecuentes), mientras por otro lado se consolidaba un sector de la clase trabajadora estructuralmente expulsada de la relación salarial. Ese proceso se profundizó en el macrismo y no solo no se redujo en el gobierno del Frente de Todos (FdT), sino que quedó expuesto: la pandemia volvió evidente, a través del ingreso familiar de emergencia (IFE), la presencia de una población trabajadora no asalariada o informal tan numerosa o más que la asalariada formal. Milei creció en parte de estos sectores (incluso entre las bases de las organizaciones sociales), aprovechando la frustración y la destrucción de los lazos colectivos tanto en lo social como en lo laboral. La permanencia de este fenómeno político ideológico está por verse, no así el proceso estructural de base que tiende a consolidarse ante la falta de respuestas, de freno a la precarización y, sobre todo, de alternativas.
Si la interpretación de las consecuencias políticas de esta situación en la base popular puede discutirse, más extendida es la percepción de la amplia utilización por la ultraderecha de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, que contribuyen a generar — especialmente, en los ámbitos juveniles—, individuos más egoístas y aislados, proclives a ser manipulados por fake news y otras herramientas, o que asumen plenamente valores de sectores sociales dominantes. El efecto sobre la subjetividad popular y especialmente juvenil es difícil de mensurar, pero mucho más de combatir. El amplio uso de esas herramientas por LLA y otras expresiones internacionales de la ultraderecha es, hasta el momento, avasallante. Esto debe articularse, posiblemente en un grado creciente, con que el hecho de que el apoyo electoral al gobierno también vehiculiza una serie de consensos ideológicos de la derecha que exceden el voto a LLA y remiten directamente a arraigadas formas de antiperonismo, que alcanzaron una expresión orgánica en el apoyo electoral al PRO y a Juntos por el Cambio en elecciones anteriores, y que se reafirman estratégicamente en este escenario.
Aunque se expresó y se expresa en apoyos electorales y resultados de encuestas que ocupan gran parte de la artillería mediática cotidiana, el telón de fondo de estas adhesiones y rechazos excede en mucho a las identificaciones partidarias del último proceso electoral y remite a deslizamientos subjetivos más profundos de gran parte de la sociedad. De manera sumaria, en este inventario de alteraciones de fondo, podemos incluir la emergencia y afianzamiento de subjetividades antipolíticas y autoritarias, el debilitamiento en la confianza socialmente depositada en la política y en el Estado como herramientas de transformación social y, en un sentido más amplio y preocupante, el achicamiento general de consensos en torno de los valores democráticos o ligados al paradigma de derechos humanos.
Al mismo tiempo, el fracaso del FdT y la consecuente decepción entre amplios porcentajes de sus votantes es otro aspecto del abanico de causas que llevaron a Milei a la presidencia. No se trata solo del hostigamiento permanente de los medios hegemónicos.
De alguna manera, la apuesta por un “segundo tiempo” para Macri o Larreta también fue derrotada, aunque el rol de los medios en la siembra que terminó cosechando LLA no haya sido desdeñable. Se trata de hacer un balance serio y despojado de “internismos” (cuya permanencia no haría sino prolongar una parte no poco importante del problema) de lo que en rigor es un fracaso político en toda la línea y que será difícil de revertir.
Especialmente, es importante cuestionarse hasta qué punto sirven las interpretaciones economicistas de este fenómeno, que implica pensar que la derrota de Unión por la Patria (UxP) se debió a la inflación y la marcha de la economía, sin tener en cuenta las transformaciones profundas en la subjetividad popular y la pérdida de conciencia de clase entre la masa trabajadora (entendiendo que esta, como dijimos antes, atraviesa un proceso de profunda segmentación, que resulta en una heterogeneidad que va mucho más allá de la representación sindical de los formalizados), junto con el deterioro permanente de las condiciones de vida de amplios sectores populares que no se dieron en un par de años como resultado de la inflación y la pandemia, sino que tienen una profundidad que las políticas económicas y sociales más progresivas del período kirchnerista no han logrado resquebrajar.
Pensar en términos economicistas implica esperar que las malas condiciones de vida generadas por el gobierno anarcocapitalista hagan el trabajo por sí solas. Una especie de nuevo pensamiento mágico (que, en tal sentido, emula el “vamos a volver”) que deberíamos cuestionar seriamente, porque da por sentado que en esta etapa lo importante no es frenar la destrucción, sino preparar el nuevo frente electoral, salir en la foto correcta y disputar los lugares en el próximo gobierno.
Por ese camino ya transitamos.
Probablemente, desde el punto de vista de la militancia social y política, lo más angustiante sea la desorientación y la falta de un rumbo e, incluso, la carencia de una voluntad de oposición entre la dirigencia política hasta ahora reconocida y que tuvo diferentes responsabilidades en el gobierno del FdT, pero también entre todo tipo de organizaciones sociales y sindicales. Si el liderazgo ampliamente legitimado durante dos décadas no solo se muestra dubitativo, sino que se dedica a la interna, la sensación de estar a la deriva se agudiza.
Incluso las movilizaciones masivas, como la marcha universitaria o la del 24 de marzo, no parecen poner demasiados frenos al proyecto ultraliberal si después no hay fuerza política para explotar esa potencia.
La desorientación se expresa también en la lógica con que encara la situación gran parte de la dirigencia política o sectorial, que intenta el “toma y daca” y actúa como si no entendiera las particularidades de un gobierno que no tiene la negociación (hacia abajo) como un valor y busca la destrucción y el avasallamiento de quienes se le opongan. La contundente victoria de Milei en la segunda vuelta electoral de 2023 y su aún amplio apoyo en parte de la sociedad no justifica ni hace “prudente” la pasividad ni, menos aún, el colaboracionismo con un proyecto autoritario y antipopular con consecuencias de largo plazo obviamente negativas, pero también tremendamente imprevisibles.
Estas cuestiones son síntomas que evidencian el agotamiento de un modelo de construcción política que fue hegemónico los últimos veinte años en el campo popular, incluyendo centralmente (pero no sólo) la experiencia del kirchnerismo, que ya no responde a los desafíos del momento, a esta nueva configuración social y política y, mucho menos, a las expectativas populares. No es solo un problema de conducción, es un problema de cómo se estructura la organización política y social y cómo se reconstruye la militancia, que son las herramientas necesarias para comenzar un proyecto de regeneración de un tejido popular que sostenga un proyecto político transformador.
Una respuesta que solo se mueva en el plano defensivo nos encajona en el rol conservador de lo existente, que es el lugar simbólico que nos asigna la ultraderecha. Si lo único que tenemos para ofrecer es la vuelta a un pasado mitificado (sea 2015, 1945 o 1917) no solo no estamos dando respuesta a aspiraciones sociales novedosas (incluso cuando necesitemos revertir la subjetividad que provoca gran parte de ellas), ni generando herramientas para construir un proyecto a futuro, sino que nos ubicamos exactamente en el lugar que nos viene adjudicando la derecha, la de defensores (por conveniencia) de un pasado que tiene la culpa de los males del presente, sea “populista” (en la versión macrista) o “socialista” (en la propia de la ultraderecha de Milei). Esto no significa renunciar a las viejas ideas, sino poder tomar lo mejor de esas tradiciones y potenciarlas como un proyecto de futuro que incluya la crítica de las experiencias anteriores y propuestas de cambio, incluso, o mejor dicho, sin tenerle miedo a estas propuestas sean revolucionarias (también deberíamos rediscutir el significado de lo revolucionario hoy en día). Quizá el lugar que Milei nos adjudica, el de los nefastos “colectivistas”, sea el que tengamos que reivindicar, dado que hemos perdido esa dimensión de transformación profunda y colectiva de nuestra sociedad para convertirnos en meros gestores o aspirantes a gestores de lo existente.
En ese sentido, es necesario poder debatir todo, desde los procesos socialistas del siglo XX hasta las distintas experiencias populares de nuestro país y, más en lo inmediato, los orígenes de la aparición de una derecha con manejo de masas y de calle, y no solo de medios y poder económico y represivo. Y, por supuesto, hacer un balance profundo y crítico de la experiencia kirchnerista y, en particular, del gobierno de Alberto Fernández, asumiendo que la responsabilidad (en diferentes grados) no fue solo del personaje o los personajes protagónicos, sino de gran parte de las organizaciones populares que participaron, con mayor o menor grado de responsabilidad, de ese gobierno.
Esto implica también la reconstrucción de una tradición militante histórica con bases éticas y programáticas, que ayude a la reconstrucción de una subjetividad popular que priorice lo colectivo y lo solidario retomando nuestra historia popular de lucha y de pensamiento crítico, intransigente con las conductas corruptas o abusivas. En otras palabras, recuperar la militancia desde abajo, preocupada por fomentar la organización popular y con formación política. Una militancia que se aleje de la percepción largamente cultivada de que sin el manejo del Estado (de los recursos del Estado) no se puede hacer política. Que cuestione el verticalismo y la falta de discusión como formas naturales de la organización y la obediencia a jefaturas que, más que “bajar línea”, son oráculos inaccesibles que un día pueden decir una cosa y otro, la contraria, por motivos conocidos solo por una mesa chica (generalmente minúscula) que prioriza intereses de disputa del aparato, cortoplacistas y hasta personales. Este tipo de organización y estilo de conducción es el menos adecuado para una coyuntura estratégica como la que hoy vivimos, incapaz de reorientarse en una situación en que las viejas mañas pierden sentido y solo profundizan la derrota.
Reconstruir un proyecto político y social implica construir un diagnóstico común, un programa y una organización acorde. Aunque esta tarea excede a este colectivo en formación, hay aportes que podemos y queremos hacer y a eso convocamos. No se trata solo de identificar problemas y analizarlos, sino de proponer salidas y participar de la vida política y social realmente existente, que implica también trabajar para —por lo menos— reducir los daños de la coyuntura. No estamos proponiendo un laboratorio intelectual, o un decálogo moral, sino una propuesta de acción política, que hay que construir y elaborar, basado en diagnósticos comunes, organización colectiva y la participación en la experiencia concreta.
Esto implica no solo pensar en cómo recrear condiciones de vida dignas para nuestro pueblo y una inserción internacional de nuestro país que garantice condiciones para el desarrollo, en un mundo cada vez más conflictivo y en riesgo de catástrofe ambiental. Hay que poder pensar también en los condicionantes que impone esta etapa particularmente agresiva del capitalismo, el peligro de estar sometidos a una experiencia de laboratorio de la extrema derecha y de una fase superior de lo que se ha llamado acumulación por desposesión o, en otras palabras, una continuidad del saqueo permanente a las periferias, ahora lanzado a una expoliación brutal, no solo de los recursos naturales, sino también de la acumulación social de más de un siglo de luchas populares.
Para esto hay que romper o por lo menos cuestionarse la idea del “Estado presente” como única solución posible para los problemas y los avances populares. El manejo de los recursos y el aparato estatal es necesario, pero ha demostrado, sobre todo y con toda crudeza, en la última experiencia del Frente de Todos, que no alcanza. No es una novedad (de hecho, se debate desde por lo menos la Comuna de París) la constatación de que no se puede crear lo nuevo con las viejas herramientas pensadas para la dominación. No es extraño que, una vez más, haya pasado lo esperable, y la clase dominante haya recuperado el control y vaya, ahora, por una revancha total.
Un nuevo proyecto de sociedad tiene que incluir una estrategia de desarrollo productivo que no se conforme con la lucha por la redistribución de algunos excedentes de la renta exportadora; tiene que ampliar y diversificar la base productiva; tiene que cuidar, pero también expandir, los recursos para mejorar las condiciones de vida del pueblo, pero en forma alternativa al brutal extractivismo que destruye el medio ambiente y la vida de las comunidades; debe poder controlar y poner en caja al poder financiero y oligárquico; y, principalmente, construir el poder popular necesario para poder dar esa pelea.
El desarrollo productivo no puede ignorar la organización comunitaria y autogestionada, sino incluirla como parte crucial de la política económica. Empresas recuperadas, organizaciones de la ecomomía popular, experiencias comunitarias territoriales y rurales no son cuestiones del “mientras tanto”, expresiones circunstanciales y provisorias de la lucha social y los efectos del neoliberalismo hasta que el “mercado de trabajo” se recupere y el empleo privado renazca. En el capitalismo contemporáneo y regresivo eso no va a suceder, así como no pasó en las últimas décadas. Estas organizaciones son, en cambio, los embriones de una nueva lógica económica. El rol del Estado no es contener, sino sostener y apoyar su desarrollo. Va de suyo que las lógicas clientelares y la discrecionalidad para la asignación de recursos va directamente en contra de esta y cualquier otra construcción de poder popular, así como la idea de usar el aparato estatal como una caja para fortalecer tal o cual organización está lejos de cualquier práctica emancipatoria y del compromiso de construir un Estado potente para fortalecer un proyecto nacional.
Todo supone realizar una crítica a las ideas dominantes en el campo de lo económico, de la organización social y las prácticas culturales y recuperar un horizonte de futuro que no se conforme con defender lo logrado, que entienda a las mayorías que se han ido quedando afuera de esas viejas conquistas, sino que se anime a debatir todo, incluyendo la democracia representativa, el rol de los distintos sectores y clases sociales, las formas autogestionarias y comunitarias de organización social y económica y la conformación de nuevos proyectos político-ideológicos, sin ignorar, ni desconocer nuestra rica historia de luchas populares y pensamiento nacional, popular y revolucionario.
Este es un documento de emergencia. Busca condensar un debate colectivo, pero al mismo tiempo en construcción. Quienes convocamos a dar este debate y organizarnos en estas claves somos un grupo de compañeros y compañeras con trayectorias militantes diversas y distintas pertenencias y campos de actuación, pero convencidos de que debemos hacer un aporte a la reformulación de ese proyecto popular, de pensar y construir lo estratégico sin dejar de actuar en la resistencia y la lucha activa. Creemos que esta etapa requiere todo el compromiso que podamos aportar.
Sabemos que este será un espacio más de los muchos que existen y se generarán en estos tiempos tan críticos y desafiantes. Nuestro aporte específico lo iremos construyendo con el tiempo, los encuentros y las discusiones.
Y esta tarea debemos encararla sin temerle a ningún debate, sin someternos a ningún posibilismo, tacticismo o conducción omnisciente que nos imponga qué podemos y qué no podemos discutir, y dando respuesta a la necesidad de vencer el anquilosamiento y la burocratización del grueso de la dirigencia política y, en muchos casos, de las propias organizaciones populares y de superar la pobreza de análisis y falta de debate político y teórico imperante, todas cuestiones que están en la base de la impotencia política que nos ha conducido hasta esta situación. Al mismo tiempo, es fundamental poder reconocer que, si bien el proceso que atraviesa la Argentina tiene particularidades propias de nuestro país, existe también un claro sesgo internacional y de época, y que hay que hacer un esfuerzo para entender su complejidad, porque sin análisis certero no hay estrategia política efectiva.