Aunque cada vez queda más claro, creemos fundamental subrayar que este no es un ajuste neoliberal más, sino una avanzada para la reconfiguración del capitalismo argentino y del Estado en todo su armazón jurídico y político, con un grave peligro de disolución del Estado nación en manos de un capitalismo corporativo a gran escala. Estamos frente a un laboratorio de un modelo ultracapitalista que, además, se ubica como vanguardia dentro de uno de los polos de la confrontación geopolítica mundial (empezando con el rechazo a integrar el bloque de los BRICS como puntapié inicial de una política exterior “seguidista” de los Estados Unidos y de Israel, propiciando la apertura económica y la dolarización, en tiempos en que la mayoría de las grandes economías por fuera de los EE. UU. y la Unión Europea tienden a buscar la autonomía frente al dólar y a proteger sus industrias).
Todos los pasos dados por Milei (incluso en plena campaña) van en esta dirección. Ya no se puede ignorar que hay un enorme proyecto de transformación regresiva de la estructura socioeconómica y del Estado argentino que se pretende imponer en tiempo récord y a sabiendas de que ese tipo de metamorfosis requieren de mucho poder de fuego y contundencia. El gobierno cuenta, para ese objetivo, con el apoyo de lo más concentrado de la clase dominante y de grandes poderes económicos internacionales. Hay un claro sesgo hacia la apelación abstracta al capital transnacional, en especial, el papel de las megacorporaciones (para las que está diseñado el Régimen de Incentivo para las Grandes Inversiones, RIGI, incluido en la ley “Bases”)—, apelando a estos “grandes inversores” como vector de ordenamiento económico (por eso, solo los grupos locales altamente trasnacionalizados, como Techint, son los que pueden ganar en este esquema). Estos sectores, además, intentarán aprovechar todas las oportunidades de negocios y expoliaciones al Estado y al pueblo que Milei habilite, aunque fracase, lo que acelera tanto los tiempos políticos, como el deterioro social y económico de las mayorías. Tanto el DNU como la Ley Ómnibus (en sus diferentes versiones) dan cuenta de esa intención y de los pasos concretos para llevarla a cabo.
El corazón del proyecto político de Milei, que estos instrumentos buscan vehiculizar, es la desarticulación meticulosa de todas las herramientas de regulación económica en manos del Estado —por muy precarias y laxas que sean— e, incluso, de normas sociales y de derechos básicos que, en el paradigma de mercado absoluto, no quedan gobernados por los principios de acceso universal o de acceso garantizado para sectores vulnerables o específicos, sino a merced del juego de la oferta y la demanda. Junto con eso, aparece la entrega total de los recursos naturales más codiciados en esta etapa de la economía mundial, a través del RIGI u otras herramientas, y la conversión de la legislación laboral (que ya desde antes de Milei no rige para casi la mitad de la población trabajadora) en un mero régimen contractual guiado por las necesidades del capital. A diferencia del discurso liberal clásico, Milei reivindica y defiende abiertamente los monopolios y la concentración económica, lo que —más allá de sus argumentaciones, que rayan en el ridículo— indica la dirección inequívoca del proyecto.
Simultáneamente, las medidas efectivas llevadas adelante por el ministro de Economía, Luis Caputo (no por casualidad, el principal responsable del tremendo endeudamiento público y privado llevado a cabo durante el gobierno de Macri), empobrecieron en forma veloz a la clase trabajadora en su totalidad (tanto en lo que respecta a los trabajadores formales, como a los informales); encarecieron el costo de vida de la población al tiempo que mantienen “pisados” los ingresos de los asalariados, los jubilados y los pensionados; aumentaron las tarifas de los servicios públicos, haciendo difícil la vida de las familias de ingresos medios y bajos y multiplicando los costos de la actividad productiva; y provocaron una ola de despidos en el sector público y en el privado. El resultado, en pocos meses, es una recesión (hay quienes ya la califican como depresión) con inflación, que va levantando la temperatura de la olla a presión en que están convirtiendo al país.
En estos términos, las múltiples políticas impulsadas por el gobierno apuntan a una reestructuración política, social y económica de un alcance que cuesta dimensionar. Por lo menos, tres características de este proceso vuelven difícil equipararlo a instancias previas o encontrar registros históricos comparables:
El intento de una reestructuración social y económica, profunda y simultánea, orientada a la desregulación compulsiva y absoluta de la mayor parte de los aspectos de la vida institucional y de la mayor parte de la actividad económica, a través de instrumentos jurídicos que apuntan a una reforma constitucional de facto.
Una estrategia guiada más por la improvisación que por lo planificado, en la que el gobierno se evidencia partidario de una lógica de no gestión y de destrucción, lo que incluye el desentendimiento absoluto de áreas de gobierno y de la administración, hasta el punto de ni siquiera tener que intervenirlas, ya que se las considera, en los hechos, directamente como inexistentes.
La decisión de avanzar en esas políticas aprovechando al máximo la “ventana de oportunidad” abierta por el 56 % del voto obtenido en el ballottage, a pesar de su debilidad parlamentaria, de su improvisación institucional y del amateurismo que caracteriza a vastos aspectos de la gestión. La legitimación última no proviene de su propia fuerza, sino de la profunda frustración popular con los resultados de las experiencias políticas de los años anteriores y de los cambios significativos en la subjetividad de gran parte de nuestra sociedad, a los que no solo no se les dio respuesta, sino a los que ni siquiera se les prestó atención, ni desde los gobiernos, ni desde las organizaciones políticas y sociales del campo popular.
El plan del gobierno de Milei tiene, como ya dijimos, firmes bases en el proceso de implantación de una economía neoliberal, que empezó con la dictadura de Videla y Martínez de Hoz, tuvo su mayor consolidación bajo el gobierno de Menem y Cavallo y volvió a ser hegemónico con el macrismo, pero evidencia una radicalidad mayor y es cualitativamente diferente. En este sentido, las reformas planificadas por Federico Sturzenegger (quien no solo se adjudicó la autoría del DNU y la ley “Bases”, sino que tiene en carpeta 3.500 reformas legislativas más y resulta un personaje central en el diseño de esta “refundación”, diseñada inicialmente para la candidata Bullrich) y los grandes grupos económicos resultan comparables con el desmantelamiento del “socialismo real” en Europa del Este tras la caída del Muro de Berlín.
Salvando las enormes distancias (es obvio que, aunque Milei piense lo contrario, Argentina no es un país socialista) tanto en el tipo de Estado y en las estructuras económicas y sociales, como en el contexto de realización de las reformas neoliberales, las que siguieron a la caída de la Unión Soviética acometieron la misma tarea de demolición total y sistemática de una estructura estatal y de la consecuente transformación económica, política y cultural de las naciones que la que aquí se intenta. Ambos procesos se propusieron la eliminación de toda forma de intervención regulatoria del mercado —y hasta la supresión de la misma capacidad de acción del aparato estatal— y la transformación de la economía y la sociedad de acuerdo a los preceptos de un furioso libre mercado.
Las reformas postsoviéticas destruyeron (en mayor o menor grado, según el país) la mayor parte de la estructura jurídica y regulatoria de esas sociedades (en ese caso, economías planificadas centralmente), quebraron el armazón de protección y social y derechos ciudadanos, lograron extender la idea de que todo lo anterior había estado equivocado y que el libre mercado era la única solución a cualquier problemática y, especialmente, privatizaron el grueso de las empresas estatales a través de diversos mecanismos acelerados.
Mientras otros gobiernos neoliberales buscaron “reformas estructurales”, desregulación de mercados y privatizaciones, iniciaron ciclos masivos de endeudamiento, empobrecieron la salud y la educación pública y un largo etcétera, el gobierno de LLA, como el de Boris Yeltsin, busca borrar toda huella de la intervención del Estado en la economía nacional y hacer un cambio de régimen irreversible. En estos términos, la extinción de toda función reguladora comprende, además, la liquidación de cualquier dispositivo de redistribución que dependa de políticas públicas, idea esta, en particular, que ha sido expuesta varias veces y sin intermediarios, bien mediante la expresión de un juicio de valor en el que la justicia social es directamente equiparada a una aberración, o lisa y llanamente considerando al hambre como una simple “externalidad de consumo” que el mercado tarde o temprano resolverá.
Todos estos elementos muestran que el gobierno de Milei pretende imponer un cambio radical que configure un nuevo modelo de economía capitalista de máxima concentración que, si bien mantiene los aspectos esenciales de anteriores etapas neoliberales, adquiere características novedosas, que no pueden subestimarse.
La explicitación del presidente, en una entrevista a la CNN, de que su objetivo principal es fungir de “topo infiltrado” y destruir al Estado desde adentro confirma estas presunciones y habla de un nivel de daño nunca antes imaginado pero que, por ahora, parece ir de la mano con el humor de buena parte de la sociedad que, a partir de una guerra psicológica permanente, pasó de identificar a “los políticos” como su enemigo a considerar al Estado mismo como contrincante. El sostenimiento de estos consensos con una brutal caída del ingreso, el consumo y la calidad de vida de la población, sin perspectivas de recuperación, es una de las grandes incógnitas de este escenario.
Una particularidad nada desdeñable de esta etapa, y que debe considerarse en toda su dimensión, es que incluso un triunfo parcial de este proyecto conllevaría regresiones económicas, sociales, de construcción política y hasta de naturaleza jurídica y legislativa que puede costar décadas revertir. Es por eso que recalcamos que estamos frente a una coyuntura de carácter estratégico, pues en el éxito o la derrota de este proyecto se juega el destino de nuestro país, tanto en el futuro inmediato, como en el largo plazo, lo que implica que frenar a Milei sin construir una alternativa es importante, pero no suficiente, dado que nos llevaría a un nuevo ciclo de derrotas políticas e ideológicas.