Ese día después va a llegar, y hay que empezar a construirlo ya. En algún momento, indeterminado en un país que se empeña en ser muy difícil de predecir, este experimento del gobierno “libertario” llegará a su fin.
Cuanto más demore ese momento, mayor será el nivel de daño que producirá. Quizá se pueda pensar que, como muchas medidas de la dictadura, esos daños se conviertan en irreversibles. Sin embargo, el propio gobierno de Milei está demostrando que lo irreversible no lo es tanto cuando hay decisión política y poder para sustentarla. Lo que seguro no podemos aspirar es a retrotraer las cosas a un punto de partida pasado que, además, tiene muchos aspectos que también debemos transformar. Para hacerlo, es necesario reconstruir un proyecto estratégico, no sólo para superar esta pesadilla política, económica y social que estamos viviendo, sino para cimentar un nuevo proyecto de sociedad. Y la correlación de fuerzas necesaria o, en otras palabras, la organización popular para llevarlo adelante.
En algún momento, seguramente, al gobierno se le acabarán los dólares y no consiga inversiones ni nuevos ingresos, y tenga que volver a devaluar con su consecuente salto inflacionario. En algún momento, posiblemente pasará que el ajuste sobre salarios, jubilaciones, prestaciones sociales y empleo llegue a un límite de tolerancia —que no podemos saber cuál es—. La vara de la tolerancia en una sociedad cada vez más fragmentada y heterogénea no la tiene nadie. Las explosiones anunciadas hablan solo de deseos o incapacidades de mirar nuestra sociedad hoy y no solo con los espejos de momentos ya lejanos como el 2001.
Hablan también de la incapacidad para darse cuenta de los efectos de nuestros propios fracasos, que no radican solo en la figura de un denostado expresidente como lugar común, sino en el agotamiento de un modelo político que combinaba y aún sigue combinando, de la peor manera, la renuncia a enfrentar al poder económico y social real (lo que podríamos llamar un retroceso desde el “posibilismo” al “imposibilismo” que caracterizó a la gestión de Alberto Fernández) con la comodidad de una superestructura política que solo aspira a reproducirse a sí misma.
Pasará en algún momento, seguramente, que el desgranamiento de la esperanza haga llegar al gobierno a un “piso de lava” que active una oposición política que haga posible un recambio donde la “casta”, en un formato más de derecha, más de centro o más nacional y popular, construya una opción electoral o institucional electoralmente viable, llamese frente democrático, republicano o antifascista. Podrá pasar que el empresariado que hoy sostiene el trabajo sucio que está haciendo el gobierno y que todavía tiene etapas y medidas por realizar fundamentales para sus intereses —como una profunda reforma laboral y previsional— le suelte la mano, o podrán pasar decenas de imponderables que condicionen la estabilidad de este experimento: en las políticas de Trump, en los precios internacionales de los productos que exportamos, en un brote psiquiátrico del presidente o en cualquier hecho que desestabilice a un gobierno que reúne a la vez planificación e improvisación, un proyecto detallado de reconversión ultraliberal del Estado y un aquelarre político ocupando lugares de alta responsabilidad. Los imponderables están en la mesa de posibilidades todo el tiempo, en un mundo totalmente inestable con una puja económica, política y militar en muchos frentes, con precios inestables y un gobierno que construye día a día la debilidad externa del país, con un nivel de sumisión y falta absoluta de estrategias de protección nacional y productiva frente a un escenario que requiere liderazgos totalmente opuestos al que tiene el país hoy.
Sería trágico políticamente para todo el campo nacional, popular y revolucionario que el desgranamiento del gobierno sea por falta de dólares, por un juicio por el caso Libra en los EE.UU o por un brote del presidente y que su último sostén, su última muralla, sean cientos de miles o millones de laburantes precarios y sumergidos que sigan viendo en el presidente alguien propio, roto, distinto, que se pelea contra los que la derecha política, cultural y mediática logró construir estos años y décadas como la causa de males y fracasos: la política, los políticos y el Estado, junto con la representación de la existencia de una élite progresista y “woke” (según el término que hemos importado), que usa el Estado para sostener su discurso “progre” y sus kioskos.
El relato efectivo y construido metódicamente tiene fuertes anclajes en la realidad: por más que queramos pensar a Milei como un “títere” del poder económico, es muy probable que no sea visto así por buena parte de la población y es probable que parcialmente no sea así. ¿A qué sectores del capital representa? ¿Nos animaremos a dar una respuesta rápida y concisa? ¿Tenemos un mapa hecho del gran capital que opera en el país y sus lazos con la política para poder describir más en ese orden, cuánto hay de plan, cuánto de improvisación en la etapa que estamos viviendo?
¿Tenemos nociones ciertas de la imbricación del proyecto mileista con un contexto internacional en que la ultraderecha crece de la mano de intereses corporativos prestos a lanzarse al saqueo de nuestras riquezas que habilita la motosierra de Milei y Sturzenegger?